Muerta de frío en la estación, maldiciendo el viento del norte, escucho los gritos de los niños, al fondo, sobre el césped artificial del campo de deportes.
El desesperado esfuerzo de una mujer africana por hacerse escuchar por el teléfono obsoleto, gritando a un tal Ali.
Tres muchachos peinados como gallos, con crestas y encrestados, discutiendo el saldo de un único móvil.
Un intelectual con Tolstoi, bajo el peso de Guerra y Paz, sujetándole a él, extremadamente delgado, con peligro de volar pese a su coleta y su perilla. Me pregunto ¿Quién puede leer en el tren Guerra y Paz?...evidentemente, él puede.
Unas manos desgranan las cuentas de un extraño rosario. Manos ancianas, aradas como campos, surcos. Granos pasando por entre los dedos de un anciano tibetano vestido de azafrán absorto sin un gesto que denote frío.
Temblando embasto unos con otros. hilo de tiritona, aguja de prisa por llegar a casa.
Pensamiento de café caliente o sopa. Memoria de abrazos amigos y un frío inesperado en el alma, robándole al cuerpo su protagonismo.
Me sorprende el tren por el lado contrario al que espero, giro mi cuerpo y subo al calor de un vagón con calefacción. Regreso a casa. Me abrigo con la memoria de las horas pasadas.
Soy un presente en el tren. En los cristales de las ventanillas, ya no hay aquella marca "Luna pulida cristañola".
Dentro de mí, la niña aplasta la nariz mirando las luces. Las estrellas han bajado a dormir a la tierra...La voz de mi padre rectifica mi sueño...No hija, sólo son bombillas...sólo bombillas.
Mabel Escribano
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