jueves, 4 de junio de 2015

LA ESPERA.


De vez en cuando, me solía acercar a una cafetería muy antigua.
Me gustaban sus mesas de mármol, el camarero de toda la vida, y sobre todo, que tenían la costumbre francesa -el dueño había sido camarero en París- de servir junto al humeante y buen café, un pequeño vaso de agua.
Aquel día en lugar de ir a media mañana, lo hice por la tarde.
Un magnífico coche paró frente a nosotros, el camarero, voló para ayudar a una elegante y preciosa anciana ciega.
Casi sin precisar ayuda, tomó asiento en el sillón de mimbre de la terraza, junto a un rincón lleno de flores.
-Qué mujer más bonita -le comenté al camarero- Debió de ser una joven muy hermosa, hoy en día rondaría los ochenta y aún lo era.
El me respondió que era una clienta fija, desde antes incluso de la guerra.
Durante la misma, había estado refugiada con unos parientes en Suiza.
Tenía una historia muy bonita, pero que como era un cliente...No estaría bien contarla.
Tardé cuatro días de insistencia y ruegos, de verla llegar a la misma hora y partir al atardecer, tan sonriente como a la llegada.
Aquella preciosa anciana, esperaba a su amor, todos los días desde su regreso, una vez finalizadas ambas guerras, la civil y la mundial.
Ciega de nacimiento. Su familia de muy buena posición hizo lo indecible para que la recuperase, pero fue inútil.
Creció junto a un muchacho de una familia amiga vecina de la Bonanova. Un barrio elegante de Barcelona.
Se enamoraron siendo adolescentes y sus padres lo recibieron con alegría.
Al llegar la guerra el muchacho fue alistado.
Hicieron un pacto, al finalizar la contienda, ganase quien ganase, se encontrarían aquí, en el mismo bar donde declararon lo mucho que se querían.
-Y ahí la tiene, todos los días viene y al oscurecer, la pasan a recoger, siempre arreglada y hermosa, sin un mal gesto.
-¡Qué pena,-exclamé- seguramente el murió en la guerra!
-No, no murió -me comentó bajando mucho la voz-
-Hace veinte años, otro coche paró después del suyo. Un chofer bajó una silla de ruedas con un hombre de unos sesenta años. No tenía piernas. Seguramente la guerra.
-Se la quedó mirando desde este mismo lugar donde está usted.
Sin hablar, por señas me pidió un café., al llevárselo, me di cuenta de que lloraba.
Nunca había visto un hombre llorar así. En silencio, como si no pasara nada.
La miraba y lloraba.
Al cabo de una hora, hizo una seña y se fue. Nunca más volvió
-Y ustedes no la dijeron nada a ella?
-Y qué la íbamos a decir? No estábamos seguros de nada, y además ¿quiénes éramos nosotros para entrometernos.
-Al menos todavía tiene ilusión. Ella le espera, siempre le está esperando.
Me levanté de la mesa con ganas de...no sé de qué.
Porque no sabía si aquello era bueno o malo, pero me dije a mi misma, lo que siempre me digo, aunque no siempre lo hago.
Ante la duda...Abstente Mabel, abstente.

imagen: Google

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